En el barrio de Triana, al otro lado del Guadalquivir y donde se asientan las industrias cerámicas desde los tiempos más remotos, fue encontrada a finales del siglo XVI, una imagen de la Virgen que estaba oculta en el fondo de un pozo, donde probablemente fue escondida por los cristianos en el tiempo de la invasión árabe. El vecindario acogió esta dádiva del cielo con alegría y fervor, construyéndose con limosnas de todos los trianeros una pequeña capilla donde rendirle culto. Muy pronto y según sevillana costumbre, se fundó una hermandad para honrar a la Virgen tan milagrosamente hallada.

A mediados del siglo XVII se constituyó otra hermandad titulada de Nuestra Señora del Patrocinio, advocación que estaba muy en boga por ser una de las predilectas de la devoción del rey Felipe IV. Ambas cofradías se fusionaron en una sola en el año 1.689, acordando titular la nueva corporación con el nombre de Hermandad de la Sagrada Expiración de Nuestro Señor Jesucristo y María Santísima del Patrocinio.



Capilla del Patrocinio, en la calle Castilla, 182

Vivía por aquel entonces en la Cava de Triana, donde esparcidas a la orilla del Guadalquivir, sobre la tierra arcillosa de los tejares estaban las chozas de los gitanos, un hombre de esta raza, todavía joven en la florida edad de los treinta años, en quien se unían las más gallardas prendas de la gitanería andante, de elevada estatura, flexible de miembros, estrecho de cintura como bailarín y con las manos finas y alargadas, porque según su estirpe, se habría dejado antes morir de hambre que trabajar con ellas. Las manos del gitano, señoriales y finas, llamaban la atención por ser tan distintas de los de los ganapanes que trabajaban de sol a sol sacando tierra a paletadas en los barrancos de La Cava para fabricar los ladrillos, junto a cada horno de alfarería. Llamaban a este gitano el Cachorro y se le admiraba por su habilidad en tañer la guitarra y cantar con quejumbrosos quiebros de garganta los sones dramáticos del cante jondo, todavía entonces impregnados de los últimos temblores de la música morisca recién expulsada de España.


Una de las manos del Cachorro

El Cachorro era, aunque cantaor, hombre serio, taciturno, reconcentrado y cuando participaba en las zambras gitanas o en las juergas de las tabernas, donde se despachaba el vino sacándolo con un cazo de estaño de los barreños colocados junto al mostrador, asumía siempre una actitud distante; como si cantara o bailara para él solo, aunque estuviera rodeado por la atención expectante de la tribu, o de los compañeros de fiesta. No se le habían conocido amores, pero todas las gitanas de La Cava suspiraban por él. Algunas voces despechadas susurraban que acaso al otro lado del río, en los barrios señoriales de San Vicente o de San Francisco, era donde los pensamientos del Cachorro tenían alguna prisión en que cautivarse.

Aprobadas las Reglas de la nueva Hermandad de la Expiración , fue necesario dotarla de sus imágenes titulares y el Cabildo de Cofrades acordó concertar con algún artista de renombre, la construcción de una escultura que representase al Señor expirando. Y el encargo se realizó al considerado más diestro imaginero de la ciudad: Francisco Antonio Ruiz Gijón.

No conseguía Ruiz Gijón imaginar una nueva figura de Crucificado que pudiera destacar entre las muchas y muy buenas que ya existían hechas por ilustres predecesores en el arte de la gubia, como Juan de Mesa, Martínez Montañés o Pedro Roldán.

Durante varios meses realizó cientos de bocetos, tanto dibujándolos al carbón sobre papel, como sacándolos modelados de barro; pero siempre los rompía antes de terminarlos porque ninguno llegaba a satisfacerle. Obsesionado por su falta de inspiración, abandonó cualquier otro trabajo, olvidó de comer y enflaqueció a ojos vistas, sin salir día ni noche de su taller donde apenas interrumpía el trabajo cuando rendido por el sueño caía agotado sobre un camastro y aun durmiendo, seguía su cerebro imaginando nuevas figuras de Cristo en las que nunca encontraba la perfección que él deseaba. Porque Ruiz Gijón lo que quería reproducir era, más que un Cristo agonizando, la agonía misma por antonomasia.

No debían estar equivocadas por completo las voces susurrantes que maliciaban que el Cachorro tenía amores al otro lado del puente de Triana, porque con frecuencia se le veía desaparecer de La Cava y regresar al cabo de varios días, pero nunca se supo dónde iba. Y como los gitanos se dividían en dos clases, los gitanos caseros y los gitanos andarríos, los que tenían casas, o sea, los que vivían en chozas en La Cava, averiguaron de sus hermanos los nómadas, que andan en carretas y que ponen una manta o una lona formando techo al amparo del tronco de cualquier olivo en sus correrías, que el Cachorro nunca había sido visto por los caminos reales, por los cortijos, ni por las ferias de los pueblos. No podía dudarse que cuando faltaba de La Cava permanecía oculto en algún lugar de Sevilla y se le veía tan ensimismado, cuando puede estarlo quien vive enfermo de amores difíciles o secretos.

Cierto día apareció por La Cava un hidalgo cuya figura desusada por aquellos parajes, llamó la atención de quienes frecuentaban las tabernas del barrio. Resultaba en verdad un contraste demasiado extraño el ver al caballero vestido con jubón de terciopelo negro, cuello a la valona y rica y bien guarnecida capa de seda, en aquellos tabernuchos improvisados en una choza con honores de barraca. El hidalgo preguntó en todas partes si conocían a un gitano llamado El Cachorro y aunque entre la gente del bronce es uso callar o fingir ignorancia, cuando se marchó de Triana llevaba la convicción de haber dado con la pista del gitano que buscaba.

Desde aquel día se vio merodear por Triana, unas veces a pie, otras a caballo, al misterioso hidalgo, siempre bien lucido de ropas y con el ademán obstinado de quien espera pacientemente, como el cazador en su puesto de acecho.

Cayó enfermo Ruiz Gijón del tanto trabajar y del tan poco comer y casi no dormir. Le ardían las manos de la fiebre, pero aunque intentaban retenerlo en la cama, él se levantaba para dibujar y modelar. Cierta noche en que la calentura le tenía amodorrado, se despertó de repente, se incorporó con trabajo en el camastro y buscando a tientas las botas y la capa se dispuso a salir. Parecía como si le fueran guiando, aunque él no sabía hacia dónde se encaminaba. Tenía Ruiz Gijón su taller por el barrio de la Merced , cerca de la Puerta Real. Siguió por la calle de las Armas hacia un postigo, que por las noches permanecía abierto y salió fuera de las murallas cruzando el puente de barcas que unía Sevilla con Triana. Al llegar al Altozano, quedó un momento como dudando hacia dónde dirigirse, pero la inconsciencia de la fiebre de la que estaba poseído, le hizo encaminar sus pasos hacia el lugar donde otras veces ya había estado, que era la capilla del Patrocinio. Llegado ante la puerta quedó un momento como extasiado, imaginando que en el interior estaría alguna vez la imagen que él iba a labrar.

De repente oyó gritos a lo lejos, gritos terribles de mujeres que taladraban el aire de la noche como cuchillos. Una algarabía de gritos femeninos, estridentes y prolongados; luego vio moverse luces y oyó el galope de un caballo. Y ante él pasó como volando un jinete que ondeaba a la espalda de los vuelos amplios de una capa de seda. Se levantó Ruiz Gijón y echó a andar hacia el lugar donde partían los gritos y donde se movían las luces. Era un grupo de chozas en que moraban los gitanos. Se acercó pensando en que había ocurrido allí alguna tremenda desgracia y su caritativo natural le empujaba a socorrer, si era posible, a quien lo necesitase.

Ya cerca, vio la causa de aquel llanto y de aquellos gritos. En el suelo había un hombre retorciéndose en los últimos espasmos de la agonía. Parecía querer decir algo, acaso el nombre de su matador, y alzando la cabeza dejaba escapar con trabajo los estertores de una respiración que se acababa. Aquel hombre era el Cachorro, el gitano que había cumplido su cita con el destino, pagando con la vida sus secretos amores. Se le veía atravesado de pecho a espalda por una daga de rica empuñadura que su matador le había clavado siete veces.



Fotografía cortesía de la Hermandad del Cachorro

Viendo el espectáculo alucinante, Ruiz Gijón se olvidó del hombre compasivo que llevaba dentro y se sintió salvaje y gloriosamente artista, nada más que artista, y mientras las mujeres intentaban devolverle a la vida al moribundo arrancándole del pecho el puñal, Ruiz Gijón con un trozo de carboncillo iba dibujando sobre el papel, a la amarilla luz de los candiles, la cara de agonía del gitano. Después enrolló su boceto y abandonando el grupo trágico donde ya el muerto era levantado en brazos por algunos gitanos que iban llegando, emprendió el regreso paso a paso hacia el puente de Triana, lo cruzó, pasó el Postigo del Arenal, entró en su casa y se dejó caer en la cama sintiendo sobre sí ahora todo junto, el cansancio de tantos meses de fatigosa labor. En poco tiempo Ruiz Gijón trasladó a la madera con la gubia, el boceto que había hecho aquella noche. Consiguió que la imagen tuviera verdaderamente la más exacta expresión de la agonía.



Cristo de la Expiración

Y cuando aquel año de 1.682 salió por primera vez la nueva imagen de la Hermandad del Patrocinio, el vecindario de Triana al ver en la cruz el Cristo de la Expiración, comenzó a prorrumpir en gritos de admiración y de sorpresa.

-¡Mirad, si es el Cachorro!

Y en efecto, era el Cachorro, el gitano taciturno, cantaor y enamorado, el que mataron por amores una noche en la Cava de Triana y que el soplo del genio del gran artista Ruiz Gijón, había convertido en la figura del más hermoso y dramático de los Cristos Crucificados que forman el tesoro escultural de la Semana Santa sevillana.

Como curiosidad añadida, la talla presenta un ojo de color marrón y el otro verde (ver la imagen al inicio del escrito).

La leyenda vino a completarse con la investigación llevada a cabo por la justicia en la que al fin se conoció la verdad. En efecto, el gitano Cachorro visitaba cada día a una mujer, aunque resultó que esta dama era en realidad su propia hermana bastarda. El gitano, en el intento de mantener el secreto por temor a perjudicarla, dado su origen, había sido descubierto y acusado de aquellas erróneas intenciones.

Existe otra teoría, según la cual, el apelativo de "El Cachorro" era una denominación bastante usada por los literatos del Siglo de Oro, y que proviene del "Cachorro del León de Judá". Curiosamente, la expresión "El Cachorro" no aparecía en tiempos pretéritos para llamar a este imponente crucificado del Viernes Santo. Todo parece indicar que se trata, simplemente, de algo con tintes románticos pero que, con el paso del tiempo, ha conseguido sintetizar la profunda devoción del pueblo de Sevilla a este Cristo que, todos los Viernes Santo, nos recuerda el momento en el que Jesús expiró.

Dentro de la leyenda del Cristo del Cachorro existe una digamos “sub-leyenda” entre los sevillanos, que afirma que el verdadero Cristo de la Expiración se encuentra en el cementerio de Sevilla, adonde fue llevado a escondidas tras el grave incendio que sufrió la Capilla en 1.973. La imagen original fue sustituida por una réplica realizada por los restauradores.

Entre la Glorieta del Cristo de las Mieles y la Glorieta de la Piedad se encuentra el Panteón de don Aníbal González y Álvarez-Ossorio, el arquitecto por antonomasia de la Sevilla del siglo XX y, especialmente, de la Exposición Ibero-Americana de 1929.

El ilustre arquitecto falleció en 1.930, y su panteón es, sin duda, uno de los lugares más visitados del cementerio de San Fernando, por el "misterio" que se guarda dentro de él, lo que ha provocado una auténtica leyenda urbana-cofradiera, como hay tantas que circulan por nuestra Sevilla tan amante de lo legendario y de la mitificación.

Se trata de una construcción de ladrillo visto, con un arco de medio punto, que se encuentra cerrado con una cancela negra con celosía, de pequeños dibujos que dejan ver su interior, con cierta dificultad.



Panteón de Aníbal González, en el cementerio de san Fernando.

Si se atreven a mirar dentro (les aseguro que la primera vez siempre produce cierta impresión) y dirigen su mirada al lado izquierdo del panteón se encontrarán con una impresionante reproducción del "Cristo del Cachorro". Pues bien, la leyenda urbana cofradiera afirma (a toda luces equívocamente) que esta es la auténtica imagen del Cachorro; es más, si usted se acerca por allí, habrá alguna limpiadora de las que trabajan en tener nuestro cementerio como los chorros del oro, o algún empleado de nuestro camposanto, que afirmará, sin pestañear, que lo que usted está contemplado es el original.

Autor: Pepe Becerra
Sábado, 29 de Enero de 2011
Música "El Gitano de la Cava"










imagenes facilitadas por Lina
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